Humilde homenaje a Joyce
Ilión es un promontorio humeante, en las aulas sólo quedan niños, ancianos y una que otra mujer que se negó a pelear; los hombres que no quisieron pelear fueron degollados. Me siento afiebrado y no acierto a atribuir el origen de este mal a mis deseos o a un osado virus. Camino al puerto para embarcarme y la pitonisa me espeta voz en cuello: 'tome limón' y en la confusión no sé si interpretar el augurio como un albur o como un bienintencionado consejo, hasta que la hechicera complementa con un 'y tequila'.
El sol es ardiente, el calor me apriona entre el flujo celeste, el terreno y el interno, siento que podría empezar a delirar y el barco seis no llega, ni siquiera el treintaytres por lo que la ilusión es que algún compañero de armas vaya a su vez en busca de su patria por diez horas abandonada, pero no pasa nada. Finalmente arriba la nave seis y un marino que podría ser caronte me pide las monedas necesarias para abonar el pasaje. Me instalo en el fondo de la embarcación para no tener la tentación de saltar ante el canto de las sirenas, cosa que ni siquiera sé si pasará, ante la soledad de este trayecto. Pienso en los lotófagos que con placidez se abandonan sobre las paletas de sus butacas y la tentación me invade, pero entonces la tripulación empieza a ser reclutada en los distintos puntos del trayecto y un sonido rompe el silencio, es la voz de Penélope que pregunta si pienso volver y le digo que es probable que sí regrese.
De repente el hambre me invade, busco con la vista el ganado solar pero no hay más que carencias, la fiebre no cede y medito si debo visitar a Nausica o si alcanzo Ítaca de una vez, si me transformo en un peregrino o solamente alargo el viaje para volver viejo a mi patria.
Me sorprende Eumeneo, está decrépito y no me reconoce, se abandona a la lectura de su pasquín y alcanzo a leer el diálogo que dice: -'déjame besarte tu cosita' -'está bien, pero sobre los calzones', trato de determinar qué fiebre es más elevada, la mía o la del puerquero, y cuando las sacerdotizas se aproximan a descender de la nave, la mirada de mi compañero de viaje me hace pensar que mío es un simple bochorno. No puedo más, Poseidón me arroja contra el risco de Madero y Zaragoza y camino por los avituallamientos que las Telémaquitas requieren, no estoy desnudo, pero sí atormentado por la fiebre, regreso a Ítaca y finalmente Argos por triplicado me recibe eufórico, me viene a la cabeza la genial sorna con que se reproduce mi dominio sobre esta grey y alcanzo el lecho, pero no hay pretendientes, no hay penélope, sólo mi suegra, las princesas y una fiebre que rebasa los treintayocho grados. Duermo y despierto para reiniciar el periplo, sin tener certeza si la fiebre fue real o imaginaria, si remitió o persiste, si volverá o jamás se ha ido.
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